Confesiones


Uno, como médico, se suele sentir bien cuando el paciente le cuenta cosas muy personales. No por el hecho de conocer la intimidad de la persona -no solemos tener ambiciones vouyeristas-, sino porque muchos de estos detalles son explicativos de conductas, procesos cognitivos y reacciones ante la adversidad.

Pero también porque denota confianza. De hecho, desde que comencé a trabajar en esta consulta, hace ya 7 meses, cuando empecé a sentirme cómodo es a partir del momento en que noté que la gente me contaba cosas que a nadie antes le habían confesado, lo cual es sinónimo de que me han aceptado.

Sin embargo, no deja de ser un tanto triste. Que me cuenten estas cosas a mí y no a otros miembros de su propia familia, con la que pasan todos los días, las amarguras y las alegrías… ¿Cómo de vacías deben estar, pues, sus vidas? ¿Porqué no nos enseñan nuestros padres a comunicarnos con las personas con las que tenemos afecto?

(Foto: Frank Dicksee: The Confession, por freeparking)


Dinero y salud ¿Causa o consecuencia?


Hace unos meses, la Revista Española de Cardiología publicaba un estudio de casos y controles que analizaba el vínculo entre posición socioeconómica, nivel educativo y clase sociolaboral, y la ocurrencia de infarto del corazón. Los resultados vienen a corroborar la hipótesis de que tener un bajo nivel de estudios supone un mayor riesgo de infarto -del orden de 2.5 veces mayor que los de nivel de estudios universitarios-, riesgo que es independiente de la existencia de los factores de origen biomédico (probablemente, los más estudiados de la historia de la ciencia).

Ahora bien. La discusión, en la que en parte se centra esta editorial de la misma revista, está en si el tener un menor nivel educativo es la causa de tener mayor riesgo de infarto, debido a que eso condiciona menor acceso a condiciones de vida que se suponen más «cardiosaludables» (hipótesis de causalidad social) o, más bien al contrario, es su consecuencia, o sea, que las personas con mejor salud y menores probabilidades de enfermedad tendrían más posibilidades de éxito social y de movilizarse hacia arriba en la escala social y educativa (Teoría de la selección de salud). No es ninguna tontería la discusión.

Si nos centramos en la primera hipótesis, nos vemos obligados, si queremos equilibrar la balanza de las desigualdades en salud, a recurrir a la acción social, entre otras, para tratar de mejorar las condiciones de vida de las personas que no disfrutaron nunca (y a este paso nunca lo harán) del estado del bienestar. Dejar a un lado las estatinas para centrarnos en las verdaderas causas de las causas. Si se decantara el dilema hacia el segundo supuesto, una especie de fatalismo nos invadiría, porque sólo el destino, o tal vez los genes y una pizca de suerte, nos daría la salud para lograr las condiciones para mantenerla. O tal vez la salud sería no sólo un deseo per se, sino como trampolín para tener una mejor vida (terrenal, se entiende). Lo cual nos llevaría a la salud mandatoria: señor doctor, déme salud (sea como sea) para poder tener dinero.

Parece que los entendidos en la materia no se mojan del todo, y zanjan el asunto diciendo que ni sí ni no ni todo lo contrario: es probable que intervengan procesos tanto de causalidad como de selección. Tal vez una visión longitudinal a través de estudios prospectivos que sigan la vida de poblaciones enteras durante varias décadas nos devuelva la respuesta al dilema. O tal vez ningún loco investigador se meta en semejante berenjenal. Mientras tanto, a las políticas de salud pública ni se les ve metidas de lleno en este tema ni se las espera.

Pero la situación puede cambiar con la vuelta a los estancos estamentos sociales de origen medieval: es probable que las diferencias sociales se agraven cada vez más y que sea más complicado salir del barrio marginal, de la exclusión social, creándose una sociedad más parecida a la de las castas indias que a la de la igualdad de oportunidades. En ese panorama, ambas hipótesis se irían al carajo: el que nazca rico será rico toda su vida y tendrá más acceso a condiciones que le procuren más salud, y viceversa. Y no habrá posibilidad de ascender ni descender en la escala social.

No es que esté especialmente pesimista últimamente. Tampoco soy un visionario. Sólo que me huele mal la cosa…

[Foto: ¡Quema el dinero y baila! 3/3, por gaelx]


Soledad


Termino de hacer las recetas del día y repaso el listado de pacientes. Salgo al baño y me encuentro con Toribio. Está citado a las 10 y 10, pero son las 9 y media y ya ha venido al centro de salud. Voy al baño y te veo ahora, Toribio.

El dolor de estómago, don Enrique, que no se me quita. Que anoche me tomé sólo una sopita y estuve hasta la madrugada con el dolor.

En las últimas 6 semanas ha venido cuatro veces a la consulta. Reconozco que la primera de ellas me asusté un poco al contarme la secuencia de los síntomas, pero una vez revisada a fondo la historia clínica vi que algo no cuadraba. Un ingreso hospitalario de casi 2 semanas con multitud de pruebas (escáner y ecografía incluidas), muchas de ellas repetidas a lo largo de este tiempo por la insistencia de Toribio, descartaba «algo malo». Dosis plenas de inhibidores de la bomba de protones, analgésicos varios, antiflatulentos, laxantes y antiespasmódicos, además de antidepresivos y ansiolíticos, hacen pensar que hay «algo más allá».

Toribio es una persona huraña. Introvertida. Va mirando siempre al suelo, agazapado. Huye la mirada directa. Salvo hoy. Ni las pastillas que me pides ni las pruebas que quieres que te hagan ni los médicos a los que quieres que te mande te van a quitar tu dolor, Toribio.

Toribio, usted vive solo, verdad. Sí. Y no tiene familia. Un hermano en Barcelona. Al que nunca veo. Y aunque vivo rodeado de gente, estoy solo…

Los pañuelos de papel que compré para estas ocasiones no valen. Deberían hacer algunos que sirvan para enjugar las lágrimas únicas que asoman por los ojos de los que no tienen fuerzas ni para llorar. Probablemente se venderían solos…


¿Qué valoran más los pacientes de su médico? Pues depende…


¿Qué es lo que más valoran los pacientes de su médico?

La respuesta a esta aparentemente sencilla pregunta puede tener muchas variantes. Nunca podrán ser ni similares si se lo preguntamos a los usuarios habituales que esperan sentados a que les atienda su médico del centro de salud o si lo hacemos en una red social de internet para usuarios de servicios sanitarios, generalmente de atención especializada y de la asistencia sanitaria privada.

Así, en el primer caso parece ser que lo que más se valora son las competencias emocionales, sobre todo el que el médico sea capaz de escuchar. En el segundo, las competencias técnicas: llegar a realizar una evaluación minuciosa.

Las primeras son económicas y dependen más del profesional, de su integridad y calidad humana: las segundas dependen de la disponibilidad tecnológica y la capacidad económica de compra, y por tanto del mercado.

¿Hacia cuál vamos? ¿Cuál es la que más interesa potenciar?

Audífonos al desnudo«, de JProg)


Un médico «barato»


Los pacientes hablan de sus médicos. Inevitablemente. En la tienda de la esquina, en la plaza, cuando se encuentran con la vecina en el ayuntamiento, en la sala de espera del centro de salud, en la farmacia… en cualquier lado. Y es habitual que hagan juicios de valor, casi siempre generalizando a partir de la experiencia de algún encuentro clínico determinado. En ocasiones los juicios son acertados, sobre todo cuando se contrastan con la opinión de otros pacientes, pero cuando se basan en sólo una visita o una mera conjetura suelen ser disparos al aire.

Muchas veces esos calificativos o críticas llegan en forma de rumores al oído del médico. En mi caso, desde que llevo en este pueblo, hace ahora justo 6 meses (¡cómo pasa el tiempo!) me han llamado ya de todo. Uno de los juicios más curiosos que he oído sobre mí es que «no mando antibióticos». Juicio que lleva a muchos pacientes a desconfiar cuando por un catarro común no los prescribo. Por tanto, no es un tema para nada baladí.

Otra crítica habitual es que soy «un médico barato». Supongo que se referirán a que suelo prescribir, siempre que puedo y me dejan, por principio activo. O a que para una agudización de un EPOC prescribo prednisona en vez de deflazacort, para un eccema hidrocortisona en vez de prednicarbato o para una neumonía amoxicilina en vez de levofloxacino, o para el inicio de una hipertensión arterial un atenolol en vez de un ARA-II de últimísima generación. Tampoco suelo prescribir antilipemiantes para la prevención primaria de bajo riesgo cardiovascular en personas sanas, ni ya sea simvastatina o rosuvastatina, ni mando analíticas cada 6 meses en personas sanas «para ver cómo está» el tiroides o el colesterol.

Pero lo que no saben los pacientes de mi consulta, aunque algunos lo intuyen, es que no lo hago «para ahorrar». Tampoco para llevarme más porcentaje de incentivos de mi empresa (¡si supieran lo que ésto supone!). Tampoco por llevarle la contraria a la industria farmacéutica (a cuyos representantes no recibo). Ni para arruinar a la farmacéutica del pueblo, que sé que hace lo que puede. Ni para llevarme bien con el farmacéutico de área (que además es amigo, declaro éste mi conflicto de interés) o con los jefes.

Da la casualidad de que son medicamentos más baratos, de que por iniciativa propia «resulto económico», pero esa no es la cuestión. No busco ahorro. Sólo intento, en la medida de lo que puedo y me dejan y sé, hacer las cosas bien. Lo que no sé es si lo consigo… Supongo que dependerá de quién, cómo y para qué se mida eso de «hacer las cosas bien». Y de con quién me comparen.

¡Tiene miga la cosa!

(Foto: El barato, de ctrwl)


¿Qué es un paciente empoderado?


Paciente empoderado es el que acepta la incertidumbre de la vida y de la muerte, y el que considera que la salud es un regalo.

Definición inspirada en este artículo.

Dedicado a los amables periodistas de Diario Médico.

[Foto: Regalo, de Daquella manera]


Imaginad un mundo sin marcas


Un mundo en el que los medicamentos fueran iguales, no sólo en cuanto a bioequivalencia, sino también en cuanto a apariencia, de manera que el médico y demás profesionales facultados para prescribir no tuvieran ninguna necesidad de prescribir marcas de medicamentos porque éstos no existirían ni para el ojo del paciente ni para el prescriptor ni para el farmacéutico.

Algún iluminado surgiría de entre las entrañas de lo absurdo para intentar hacernos ver que la auténtica libertad de prescripción no está en poder elegir sin presiones el fármaco a recetar, sino en poder elegir la marca. Como quien puede elegir entre movistar y amena.

¿Dónde queda la libertad, la verdadera, no ya sólo la de consumo? ¿En qué consiste la libertad? ¿De veras somos libres? ¿Es ejercer el derecho a a libertad sólo poder prescribir lo que uno considere? ¿Dónde queda el paciente? ¿Dónde están las demás «libertades»? ¿Nos creeremos eso de que somos profesionales liberales o sólo cuando veamos amenazada una mínima parte de ella?

¡Qué pena que nos hayamos cargado entre todos el sentido de la palabra libertad!

Dedicado a todos los hombres libres, para que hablemos de la LIBERTAD en mayúsculas, y no nos detengamos sólo en sus parcelas crepusculares.


El derecho de los niños a ser niños


Y como tal, a mancharse los pantalones de fango, a empaparse los pies de agua por saltar en los charcos los días de lluvia, a equivocarse (¡sííííí, equivocarse, no pasa nada!), a jugar en la calle hasta que se haga de noche, a ser libres y, como tal, mostrar esa libertad sin tapujos, a reírse sin venir a cuento o llorar sin saber porqué, a beberse la vida cada segundo, a caerse al suelo y levantarse por sí sólo sin que los padres corran despavoridos a salvarles, a pasar la tarde con los amigos sin dejar ni un segundo de moverse en vez de ir de actividad extraescolar en actividad extraescolar, a salirse de la raya mientras colorean un dibujo, a ser distintos y genuinos y no uniformados y perfectos.

Será más cansado, más engorroso, más caro (por el detergente) para los padres, pero es que los niños tienen derecho a crecer y desarrollarse como niños que son, y no como mini-adultos ocupados.

A veces los padres queremos proteger tanto a los niños que es de nosotros mismos de lo que habría que protegerles…

(Vídeo gracias a Sara V.)


Las naranjas de Gonzalo


Cuando Gonzalo me llama para decirme que vaya a por unas naranjas de su huerto yo ya sé que en realidad lo que sucede es que no se encuentra bien.

A Gonzalo le vi por última vez en la consulta el día que me contó que ya venían a por él. Estaba asustado. Cada vez que salía de casa y andaba dos pasos le empezaba a doler el pecho, y se le descomponía la barriga, y ese día, viniendo a la consulta, le volvió a pasar. Gonzalo, ya no vengas por aquí en un tiempo, yo iré a verte.

Y por eso ahora me llama, como quien no quiere la cosa, para tantearme: las naranjas son la excusa para que vaya a verlo. El miedo le impide reconocer que está solo, que siente la muerte cerca, que tiene necesidad de contárselo a alguien. Pero su mirada, a medio metro de mi, no me engaña.

[Foto: Naranja, de Ghost of Kiju ]


¿La fórmula de la felicidad?


El 99% de todo lo que preocupa a la gente son cosas que nunca han pasado ni pasarán.

La felicidad no viene de conseguir algo; la felicidad viene de tener deseos de levantarse por la mañana. El 97% de la gente no sabe porqué se levanta por las mañanas.

La gente que sepa porqué vivir, encontrará el cómo.

Si algo no te apasiona, lo siento, no lo hagas.

Lo peor que hay es un tonto motivado.

Cómo podría tener un niño maravilloso? Siendo maravilloso.

La gente negativa atrae a gente negativa: los amargaos van a tomar café juntos.

Y así, otros cientos de dianas en apenas 50 minutos. Vale la pena ver éste vídeo por lo que dice -aunque tengo claro que la felicidad no depende sólo de una mismo-, pero sobre todo por el cómo lo dice: al menos es divertido…